Esquirlas en el Aira

Se le atribuye a Nietzsche haber dicho alguna vez, en tono despreciativo, que los epígrafes pueden llegar a ser mejores que los libros. ¿Pero existirá algún lector que realmente les confiera una importancia significativa?. Es probable que sí. Al menos eso debe pensar Samanta Schweblin. El epígrafe de su reciente nouvelle, Distancia de Rescate, es contundente. Dispara una señal pertinaz que luego se activará constantemente durante la lectura imposibilitando su olvido. La cita se destaca además porque su poder no está en el contenido sino en el autor, Jesse Ball, escritor norteamericano relativamente joven con el que Schweblin comparte generación. Ball, reconocido en el ámbito local recién a partir de la circulación en español de su libro Toque de Queda, se jacta de seguir un proceso de escritura sin relecturas ni correcciones. Como contraparte, sugiere a sus lectores que devoren sus libros de un tirón. Distancia de Rescate exuda intenciones similares.

Lo que separa las aguas entre un ardid publicitario del autor para generar falsas expectativas y una experiencia de lectura realmente placentera está ni más ni menos que en el grado de dependencia que despierte luego el contenido. Toque de Queda es como una garrapata que se aferra a las manos y no se despega hasta devorar la última página. Distancia de Rescate también busca despertar ese ansia de lectura, pero desde la forma. Narra una historia corta y frenética, sin separación en capítulos, que susurra ante cada necesidad de descanso que no se nos ocurra dejarla. Se sostiene en el suspenso que suscita a partir de que una madre con su hija llegan a un pueblo desconocido en busca de unas pequeñas vacaciones y desde el primer párrafo se explicita que algo malo va a suceder. A partir de allí una narración a modo de diálogo paranormal entre Amanda, una madre estereotípica de clase media alta, y David, un niño de 6 años oriundo del pueblo, va desvelando lentamente lo que en verdad ya sucedió en esa corta estadía estival. Y que vayan a un pueblo genérico sobre el que no se especifica demasiado no es un capricho sino una de las claves centrales del relato. Entrelíneas, el libro también funciona como denuncia ante el avance de la agroindustria.

Pero además de plantar la bandera de la denuncia ambiental la novela habla esencialmente sobre la maternidad centrada en la constante y sofocante carga de pavor que conlleva ser madre. "Tarde o temprano algo malo va a suceder y cuando eso pase quiero tenerte cerca" cuenta Amanda que le advertía su madre. Esa es la distancia de rescate que heredó y mantiene ahora con su propia hija, Nina. Peligro, pavor, todo va enfrascado en un marco de suspenso que se tensa y relaja dependiendo de la distancia entre madre e hija: "La distancia de rescate está ahora tan tensa que no creo que pueda separarme más de unos pocos metros de mi hija...todo el pueblo me parece un sitio inseguro" dice Amanda en tono admonitorio. El registro es similar al que se encuentra en algunos pasajes de Toque de queda. Por ejemplo, tras la desaparición forzosa de la esposa del personaje central a manos de un régimen autoritario, se lee: "...Y entretanto estaba aterrado de ser demasiado insistente, de llamar la atención, de que también se lo llevaran a él y Molly (su hija) se quedara sin nadie". En Distancia de Rescate la cuerda entre madre e hija se tensa al máximo porque ya el mismo suelo se convirtió en un sitio peligroso. En Toque de Queda la amenaza es un estado opresor y asesino que tampoco permite relajarse.

Aunque el pueblo donde transcurre pueda en principio situarse en cualquier región bucólica del globo, y así como también los miedos maternos atraviesan cualquier disposición geográfica, las referencias a la soja le confieren a Distancia de Rescate un insoslayable tono local. Algo extraño tal vez sabiendo que Schweblin actualmente vive en Alemania tras peregrinar varios años por diversos países del mundo. Y la paleta de colores se expande con la clara ascendencia norteamericana del relato. Además de Jesse Ball, el diálogo paranormal con niños imbuidos de protagonismo y capacidades especiales remite a Stephen King y su reciente Doctor Sueño para no irse hasta su célebre Resplandor. Con solo un paso más se puede cerrar el círculo y retornar a nuestra Argentina y la de Cesar Aira. Con un reguero colosal en cantidad de relatos ficcionales que juegan al límite con la inverosimilitud y el registro psicológico, es uno de los paladines de la escritura sin correcciones que pregona Ball. Es también sin dudas uno de los primeros referentes de la escritura Argentina de la generación post Borges a quien Schweblin seguro leyó bastante.    

Al margen de desgloses e interpretaciones, Distancia de Rescate es un libro ameno de leer, pero que promete más de lo que entrega. Tal vez sea solo una cuestión estructural. Casi como un juego metaliterario, emulando la distancia de rescate que expone la historia, la lectura va tensando la cuerda con cierta temeridad mientras se despliega el relato. Y el problema es que el final decepciona un poco, soltando así amarras. Sin embargo, de la lectura del libro junto con su estructura y sus múltiples influencias surge un interrogante interesante que eventualmente podría redundar en reflexiones provechosas: ¿Hasta dónde llegan las esquirlas de Aira?

Relatos Veganos


Relatos salvajes pretende ser la concatenación de seis historias independientes que no dialogan entre ellas. Fábulas representadas por elencos distinto en una clara señal de autonomía. La unidad del film surgiría así del eje temático transversal que las articula: un desenfrenado cocktail de violencia y venganza que desemboca en estados de completa enajenación. Queda insinuado desde los créditos iniciales. De fondo de pantalla del tradicional despliegue de nombres se vislumbran diversos animales salvajes observando fijo al espectador. Miradas absorbentes, intimidantes. Y claro, ¿Qué mejor metáfora para representar el desenfreno de lo que vendrá que la ley de la selva?.

Entre esta contundente introducción de la película y el título, ya desde el comienzo me sentí interpelado, culpable. Si la trama luego evidenciara un salvajismo en la sociedad equiparable al del reino animal, nos estaría sugiriendo una incómoda reflexión: ¨Somos iguales, no los comamos!¨. Pero los veganos no deberían entusiasmarse de antemano. Aunque la película es frenética y logra sumergirnos en la podredumbre que atiborra cada uno de los relatos, luego de los aplausos finales uno recapitula y recapacita. Percibe que la exageración reinante juega peligrosamente con el umbral de tolerancia, dosificando un aura de irrealidad constante. Y entonces, al retroceder y toparse nuevamente con esas miradas selváticas lo que se siente simplemente es compasión. Porque las seis historias expresan ni más ni menos que una mirada optimista sobre el ser humano, una distancia abismal entre el reino animal y la civilización. Al final Relatos Salvajes nos susurra: “No somos iguales, comámoslos sin culpa”.

Al rememorar escenas para constatar esa insinuación se desvelan los huesitos que Szifron fue dejando desperdigados. Emergen evidencias sutiles de que existe un diálogo subyacente que rompe con la pretendida autonomía de las historias. Tarea fina del director, tejiendo puentes invisibles que resuenan en el espectador de manera inconsciente. La película puede delimitarse en dos partes que siguen un mismo patrón temático, aunque no el mismo orden. El molde está constituido por tres relatos. Cada uno reflexiona sobre reacciones humanas ante un factor desencadenante: la humillación, la corrupción o la violencia de clase. La pincelada distintiva del autor se palpa a partir de cómo logra abordarlas desde distintos ángulos y potenciar los relatos de modo no lineal sino a partir de las multiplicidades que surgen de la concatenación. Relatos Salvajes es más que la suma de sus partes.

De las piezas de ese engranaje, el primer relato discurre en un avión donde los pasajeros se dan cuenta de que los unen anécdotas deshonrosas (humillantes) para con la misma víctima: el piloto. Luego sobreviene una historia sórdida en un bodegón rutero, vacío hasta que aterriza el único comensal, un inescrupuloso (corrupto) político. Resulta ser el responsable del suicidio del padre de la chica que lo atiende. Finalmente la acción se atisba en el último relato de esta primera parte. Sbaraglia luce todo su genio en un atrapante mano a mano en una ruta provincial. Sin siquiera bajarse de su auto blindado, tras gritarle "negro resentido" a un lugareño que no le cede el paso, se dispara una secuencia arrebatada de violencia digna de Breaking Bad. Más allá de algunas grandes escenas en este último relato, está mitad es la más floja. Queda la sensación de que está excesivamente sobreactuada y exagerada hasta el punto de ser tosca por momentos. Tal vez sirva como plantada de bandera de Szifrón desde el comienzo, exhibiendo el grotesco para sesgar interpretaciones veganas. A mi juicio disminuye la experiencia del espectador ese exceso de inverosimilitud. Por ejemplo, es difícil explicarse por qué tras escudarse en su auto blindado ante todo tipo de afrentas en una clara muestra de pavor, frente a la certera posibilidad de escapar Sbaraglia opte por la venganza y retorne cegado con el único objetivo de eliminar a su presa.

La segunda parte funciona mejor. Está compuesta por tres historias magistrales, desbordantes. La humillación aparece en un desopilante casamiento que cierra la película. La lucha de clases queda expuesta en el relato donde Oscar Martinez, para salvar a su hijo de la cárcel, le propone sin tapujos al jardinero que confiese haber atropellado y matado a una embarazada a cambio de una suculenta recompensa. Finalmente, el relato de Bombita que descubre el telón de esta mitad exhibe al Szifrón más tribunero, el de los Simuladores, con Darín encarnando un ingeniero que transita esa semana de furia que todos alguna vez vivimos. Esta mitad toma un matiz más realista. Sin embargo los relatos nunca atraviesan esa burbuja compuesta por una mezcla de sátira, mordacidad y humor que funciona para lavar un poco la verosimilitud y resaltar la exageración de los desenlaces. Tal es así que el cierre de la historia de bombita con la viralización del hashtag #Liberenabombita en las redes sociales nos remite casi instantáneamente a un sketch de Capusotto.

Como unidad, Relatos Salvajes revela un desenfreno humano que, exhibido en formato de grotesco, queda diluido, se torna gracioso. Por eso es carnívora. Porque el veganismo parte del reconocimiento de los animales como seres sensibles y por ende, de alguna manera, nos pone en una situación de igualdad. Y la película refuta de manera cruda y desde un costado artístico esa ecuación de equivalencia. Matemáticamente cambia el símbolo de igual por el de distinto. Y qué mejor que un final sugerente para resaltar las diferencias. Tras el casamiento tragicómico, desaforado, casi irreversible, los invitados se van escandalizados. No se sorprenden por la violencia desatada entre los familiares y los agasajados. Se retiran por pudor. Porque un sorprendente acto de perdón humano desemboca en una escena emotiva. Lástima que en una flagrante contradicción con la película, los invitados se pierden el pastrón.

India sin tótem

Hace unos días, al despertar de un sueño extraño, recordé la película El Origen donde Di Caprio tiene como objetivo inocular ciertas ideas en un empresario. Lo cautivante del film consiste en que para lograr el objetivo Di Caprio debe infiltrarse en los sueños de su presa. El director, Christopher Nolan, redobla la apuesta mediante una metáfora precisa. La jugada se despliegla cuando involucra en la película al personaje principal que no es un actor de carne y hueso sino un objeto, una simple piecita artesanal que gira. El tótem divide las aguas entre la realidad y los sueños, lo genuino y lo artificial. Si gira indefinidamente, nos encontramos dentro de un sueño, si cae, estamos en la vida consciente. El tótem es indispensable en la película porque la fusión entre el mundo onírico y el real puede tornarlos indiscernibles. Y luego se me ocurrió que tal vez sea esa justamente la tarea del vendedor, del agente de marketing. Desafiar al tótem del consumidor. Hacerlo caer cuando debería continuar girando. Vencerlo.
A lo Christopher Nolan, un año atrás decidí redoblar la apuesta y viajar a la India. Una enorme ansiedad me martilló la cabeza en las infinitas horas del trayecto hasta que al fin pisé el suelo indio con su cultura milenaria a cuestas. Embebido en su atmósfera, solo con respirar descubrí que en la India es imposible evitar la exageración ya que encumbra la percepción hasta el paroxismo. La experiencia cotidiana es única, la cantidad de sensaciones que perciben los sentidos rebalsan la capacidad orgánica. Recuerdo bajar de la estación de tren en Jaipur, una de mis primeras paradas y avizorar cómo se me abalanzaban millones de personas al grito de "ten rupies sir, ten rupies"(10 rupias). Tras considerar que correr no era una opción enfrenté la situación. Finalmente, solo querían ofrecerme, con su particular y sofocante amabilidad, alojamiento o traslado. Pero la densidad de personas por metro cuadrado a mi alrededor en cada estación de tren por momentos me hizo dudar si no era yo mismo quien estaba pidiendo las rupias. Poco a poco me fui sumergiendo en las distintas ciudades y detecté que en todas se propaga un sonido agudo, constante, a veces alegre y otras insoportable. Me empapé con sus aromas abigarrados y ensordecedores. Las comidas, por su parte, tienen un sabor casi tangible. Al comerla, más que deglutir se puede tocar el curry y el exceso de comino. Una noche, en el desierto, tras un día agotador el guía le dio unas ollas al camello para que las limpie con sus lamidas. Luego sacó de su bolsillo unas bolsitas añosas con unos polvos anarajandos que no me hubiera animado a tocar nunca. Las diseminó en la enjuagada olla junto con algo de agua y cocinó.  Del hambre que tenía recuerdo que comí con fruición. Pero tuve que dormir atento. Más allá de estar a la intemperie y sobre una hedionda mantita en la fría noche desértica, una simple chispita en mi lengua hubiera reaccionado con el picante haciéndome estallar en mil pedazos. La perseverancia de todos estos fenómenos es implacable, remite a un telar inglés, trabajando a reglamento las 24 horas del día en plena revolución industrial. Y extrañamente, muchos indios se sienten complacidos y orgullosos por hablar la lengua prima tras haber sido colonizados por los británicos. A mí me costó bastante el intercambio verbal. Me la pasé pidiendo "No spicy" (sin picante) en cada lugar donde intenté alimentarme. Se ve que no me entendían y por eso inundé la india de transpiración en cada cena. Será que el analfabetismo es colosal.

Llegando al segundo mes sentí que me acostumbraba y me entregué a la experiencia de conocer nuevas ciudades, templos, gente, gente muy pobre, animales y turistas. Pero mi placidez nunca llegó al extremo de esos turistas embelesados por los chamanes hindúes y su nirvana espiritual. Turistas enamorados del particular desarraigo por lo material de ese pueblo. Lo intenté, pero me di cuenta que era en vano el día que vi a un hippie en el templo de las ratas. Estábamos todos descalzos por ser lugar sagrado, y el muchacho con gallardía les servía leche en una fuente a una manada de roedores que se deslizaban por el lugar como panchos por su casa. Mientras, yo iba de acá para allá en puntitas de pie esquivando a las dueñas del templo y evitando rozar con mis dedos cada mancha extraña de esos raídos mosaicos. Aunque también sea difícil de creer, una tarde estuve media hora intentando convencer a un taxista para que me lleve y me cobre la tarifa correspondiente. Me llevaba gratis, previa parada en un mercado comercial, o nada. Un altruismo apabullante que me obligó a claudicar furioso ya que los mercados son estresantes. En todo intercambio monetario añoré la candidez de Gastón Pauls en nueve reinas ya que en la India nada tiene un valor absoluto, todo es relativo y negociable. Comprar sin regatear es una falta de respeto. La frutilla del postre llegó cuando me contaron que las vacas son sagradas para el hinduísmo. Caminan solemnes por las calles, pero llenas de bosta, sin nada con que alimentarse, famélicas y en medio de ese mar de gente, escenario tan disímil al de su hábitat. Por eso fue esperanzador descubrir que las vacas eran ni más ni menos que la representación más fiel de la tristeza que había visto en mi vida. “Esto es el progreso” recuerdo haber pensado, abatido al contrastarlo con mi patria y la inimputabilidad de los líderes religiosos. Hasta que me topé con gente cuyo sorteo divino había determinado su devenir. La casta a la que pertenecen, así como también el género, circunscriben sus posibilidades de estudio y trabajo entre otras cosas.

En fin. El mundo se divide entre los enamorados de la India y sus detractores. Personalmente, no dudaría en asegurar que es una experiencia de vida fabulosa. Un paisaje se conquista con las suelas del zapato, no con las ruedas del automóvil dice Faulkner. Y hollar suelo Indio es una de las pocas posibilidades que quedan de convivir con una cultura diametralmente opuesta. Lamentablemente, desde que volví, tengo un sueño recurrente. Cuando me ataca me despierto sudado, recordando una escena muy particular: mi rostro trémulo, el tótem girando y el Ganges de fondo.

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