India sin tótem

Hace unos días, al despertar de un sueño extraño, recordé la película El Origen donde Di Caprio tiene como objetivo inocular ciertas ideas en un empresario. Lo cautivante del film consiste en que para lograr el objetivo Di Caprio debe infiltrarse en los sueños de su presa. El director, Christopher Nolan, redobla la apuesta mediante una metáfora precisa. La jugada se despliegla cuando involucra en la película al personaje principal que no es un actor de carne y hueso sino un objeto, una simple piecita artesanal que gira. El tótem divide las aguas entre la realidad y los sueños, lo genuino y lo artificial. Si gira indefinidamente, nos encontramos dentro de un sueño, si cae, estamos en la vida consciente. El tótem es indispensable en la película porque la fusión entre el mundo onírico y el real puede tornarlos indiscernibles. Y luego se me ocurrió que tal vez sea esa justamente la tarea del vendedor, del agente de marketing. Desafiar al tótem del consumidor. Hacerlo caer cuando debería continuar girando. Vencerlo.
A lo Christopher Nolan, un año atrás decidí redoblar la apuesta y viajar a la India. Una enorme ansiedad me martilló la cabeza en las infinitas horas del trayecto hasta que al fin pisé el suelo indio con su cultura milenaria a cuestas. Embebido en su atmósfera, solo con respirar descubrí que en la India es imposible evitar la exageración ya que encumbra la percepción hasta el paroxismo. La experiencia cotidiana es única, la cantidad de sensaciones que perciben los sentidos rebalsan la capacidad orgánica. Recuerdo bajar de la estación de tren en Jaipur, una de mis primeras paradas y avizorar cómo se me abalanzaban millones de personas al grito de "ten rupies sir, ten rupies"(10 rupias). Tras considerar que correr no era una opción enfrenté la situación. Finalmente, solo querían ofrecerme, con su particular y sofocante amabilidad, alojamiento o traslado. Pero la densidad de personas por metro cuadrado a mi alrededor en cada estación de tren por momentos me hizo dudar si no era yo mismo quien estaba pidiendo las rupias. Poco a poco me fui sumergiendo en las distintas ciudades y detecté que en todas se propaga un sonido agudo, constante, a veces alegre y otras insoportable. Me empapé con sus aromas abigarrados y ensordecedores. Las comidas, por su parte, tienen un sabor casi tangible. Al comerla, más que deglutir se puede tocar el curry y el exceso de comino. Una noche, en el desierto, tras un día agotador el guía le dio unas ollas al camello para que las limpie con sus lamidas. Luego sacó de su bolsillo unas bolsitas añosas con unos polvos anarajandos que no me hubiera animado a tocar nunca. Las diseminó en la enjuagada olla junto con algo de agua y cocinó.  Del hambre que tenía recuerdo que comí con fruición. Pero tuve que dormir atento. Más allá de estar a la intemperie y sobre una hedionda mantita en la fría noche desértica, una simple chispita en mi lengua hubiera reaccionado con el picante haciéndome estallar en mil pedazos. La perseverancia de todos estos fenómenos es implacable, remite a un telar inglés, trabajando a reglamento las 24 horas del día en plena revolución industrial. Y extrañamente, muchos indios se sienten complacidos y orgullosos por hablar la lengua prima tras haber sido colonizados por los británicos. A mí me costó bastante el intercambio verbal. Me la pasé pidiendo "No spicy" (sin picante) en cada lugar donde intenté alimentarme. Se ve que no me entendían y por eso inundé la india de transpiración en cada cena. Será que el analfabetismo es colosal.

Llegando al segundo mes sentí que me acostumbraba y me entregué a la experiencia de conocer nuevas ciudades, templos, gente, gente muy pobre, animales y turistas. Pero mi placidez nunca llegó al extremo de esos turistas embelesados por los chamanes hindúes y su nirvana espiritual. Turistas enamorados del particular desarraigo por lo material de ese pueblo. Lo intenté, pero me di cuenta que era en vano el día que vi a un hippie en el templo de las ratas. Estábamos todos descalzos por ser lugar sagrado, y el muchacho con gallardía les servía leche en una fuente a una manada de roedores que se deslizaban por el lugar como panchos por su casa. Mientras, yo iba de acá para allá en puntitas de pie esquivando a las dueñas del templo y evitando rozar con mis dedos cada mancha extraña de esos raídos mosaicos. Aunque también sea difícil de creer, una tarde estuve media hora intentando convencer a un taxista para que me lleve y me cobre la tarifa correspondiente. Me llevaba gratis, previa parada en un mercado comercial, o nada. Un altruismo apabullante que me obligó a claudicar furioso ya que los mercados son estresantes. En todo intercambio monetario añoré la candidez de Gastón Pauls en nueve reinas ya que en la India nada tiene un valor absoluto, todo es relativo y negociable. Comprar sin regatear es una falta de respeto. La frutilla del postre llegó cuando me contaron que las vacas son sagradas para el hinduísmo. Caminan solemnes por las calles, pero llenas de bosta, sin nada con que alimentarse, famélicas y en medio de ese mar de gente, escenario tan disímil al de su hábitat. Por eso fue esperanzador descubrir que las vacas eran ni más ni menos que la representación más fiel de la tristeza que había visto en mi vida. “Esto es el progreso” recuerdo haber pensado, abatido al contrastarlo con mi patria y la inimputabilidad de los líderes religiosos. Hasta que me topé con gente cuyo sorteo divino había determinado su devenir. La casta a la que pertenecen, así como también el género, circunscriben sus posibilidades de estudio y trabajo entre otras cosas.

En fin. El mundo se divide entre los enamorados de la India y sus detractores. Personalmente, no dudaría en asegurar que es una experiencia de vida fabulosa. Un paisaje se conquista con las suelas del zapato, no con las ruedas del automóvil dice Faulkner. Y hollar suelo Indio es una de las pocas posibilidades que quedan de convivir con una cultura diametralmente opuesta. Lamentablemente, desde que volví, tengo un sueño recurrente. Cuando me ataca me despierto sudado, recordando una escena muy particular: mi rostro trémulo, el tótem girando y el Ganges de fondo.

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